Siempre que pegas un respingo en el tranvía, el de al lado cree que te vas
a ir y se levanta para darte paso. No importa que solo te estés colocando bien
en el asiento o sacándote las bragas del culo. Luego tú le dices que no, que no
te bajas ahí, pero que gracias.
A veces me gusta hacerlo solo por ver la reacción de la gente aunque desde
un principio tenga todo en mi sitio. Será porque mi corazón de vez en cuando
también lo hace conmigo, da un salto, me asusta y pienso que se va a ir. Menos
mal que en este caso, al final siempre decide quedarse y seguir latiendo.
La primera vez que me pasó fue cuando tenía diez años, estaba tranquila en
el sillón pensando que ropa le pondría a la Barbie, y de repente lo escuché
correr hacia mi garganta. Me imaginé como me salía por la boca, y como tendría
que arrastrarlo colgado a una vena por todas partes.
A partir de ahí la escena se repitió cada vez que estaba incómoda, cansada
o sentía peligro, incluso aunque lo que tuviera delante fuera algo bueno. Como
si esos primeros segundos de pánico hubieran tenido más peso en mí que toda la
felicidad anteriormente vivida.
Este año el corazón se me ha intentado escapar ya varias veces, algunas con
motivo, otras sin él, da igual que ya sepa porque me pasa, que el susto me lo
pego, y el sufrimiento también. Y es que no puedo evitarlo. Tengo el acto
reflejo de la rodilla tan desarrollado que me llega al corazón.
Solo he logrado vencerlo el día que nos mirábamos a la cara después de
varios años sin vernos. Ninguno pudo aguantarla mucho tiempo. Él fue el primero
en quitarla, para disimular sus nervios rompiendo una servilleta y cogiendo
aire. Entonces todo mi cuerpo se puso en posición de ataque. Ahora no lo hagas,
aquí no, por qué. Ya lo noto, directo a la garganta para quedarse colgando y
tener que irme hasta que se me pase. Un cuadro de Frida viviente a la una, a
las dos. Y lo que pasó fue que salió, pero no me arrastró hacia mi casa en una
huida histórica, sino directo a su boca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario