Abril siempre ha sido
bueno conmigo. Me regaló dos aniversarios, California, y hasta casi un niño.
Este año, después de
la visita al hospital, me había prometido un viaje en un taxi amarillo. ¡Al
Hotel Pennsylvania, por favor! ¿Y luego? Luego al Dumbo. ¿Y después? Al veinte
con la esquina entre Grove y Bedford street. ¡Vamos, rápido! Unas galletas en Levain
Bakery, risas en el High Bridge, un te quiero de camino a Staten Island y una
cena en Stardust. ¿Cuántos son? Dos personas y cuatro corazones. Al viaje no me
hubiera ido sin ellos, el primero como familia numerosa. ¡Ay abril! Que bien me
tratas siempre…
Pero mi calendario se
quedó estancado en el treinta y uno de marzo; y en la ventana, durante los
aplausos de las ocho; vi como Abril, en su particular taxi amarillo, se iba
directo al limbo del tiempo perdido. A dos años luz de todos, no se fuera a infectar
él también, dejándome en puerto presente. Y lo más similar a un viaje que me
dio, fue el de tirar la basura alargando el trayecto por las escaleras. En uno
de esos días, aparcado frente a mi casa, encontré un pequeño coche amarillo.
¿Esto es lo más parecido a un taxi que has podido enviarme? «Bueno, no será por
intentarlo». ¡Al Hotel Pennsylvania!, ¡vamos, rápido!
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