#Aurorasevadeviaje

Día 1: A dos metros sobre el suelo
Nunca en mi vida he sido tan católica como cuando cojo un avión. Rezar el Padrenuestro sin parar es lo único que me ayuda a concentrarme en un solo pensamiento. 

De pequeña también lo hacía, cuando pensaba que un extraterrestre vendría por la noche a raptarme o cuando me quedaba sola en casa hasta que mi madre llegara. Por eso ahora, creo, que siempre me arranco los pellejos o me rasco la cabeza, para no rezar siempre.
"Padrenuestro que estás en el cielo (a donde yo voy) santifica, santifrica... mierda.
Padrenuestro que estás en el cielo (¿o era en los cielos?)"
Y así una y otra vez, hasta que el avión decide despegar y yo, que ya estaba a dos metros sobre el suelo antes de entrar, cierro los ojos con tanta fuerza que del propio esfuerzo me sale la Oración.
"Y no nos dejes caer en la tentación (ni al mar, por favor, no, en serio) y líbranos del mal. Amén"

Día 2: Sombras
Hoy tenía una cita en el Big Ben, con Peter Pan claro. Ha llegado sin su sombra, tenía ganas de verla "deja de perseguir sombras Campanilla" me dijo, y tiene razón, como mis flores que sin ser Panes también me lo dicen. 
Las cosas que me dan miedo allá no me dan miedo aquí, será el poder del Padrenuestro, Lawi me entendería, estoy segura de que a ella también le pasará cuando venga. Tampoco me da hambre cada tres horas ni me da alergia. También resulta que sé inglés, como Madison en Splash cuando aprende a hablar sin más. Londres huele a fish and chips, a Roy y a Carnavales, no todo junto claro. Lo más curioso ha sido ver a una señora quitándose las cutículas en la guagua, al doble de James Brown y a las Amy Winehouse low cost.
Esta tarde cantaban Imagine en el metro y me ha entrado morriña, la misma que Joey en Friends, luego ha llovido, Londres sabe que en este viaje no puedo llorar y lo ha hecho por mí.
Dicen que en la cúpula de San Pablo hay una sala donde se oyen los susurros, y entonces me acordé de que yo a veces también puedo oírlos. Oigo a mi gata maullando para que vuelva, no le gusta dormir sola, oigo a mis niños, a las risas de Hermiones, y al trozo de mí que no vino conmigo corriendo tras las sombras.

Día 3: Solo soy una chica
Anoche casi me atropellan. Hubiera sido gracioso que después de pensar que moriría en el aire lo hubiera hecho en el asfalto británico. Me quedé en medio de una guagua y un taxi paralizada, algunos de mis ídolos londinenses pasaron por mis ojos, Bridget Jones, James Barrie, Hermione y Leonardo DiCaprio que aunque no sea inglés siempre aparece en todo. No sé si alguno de ellos es mi ángel de la guarda, pero ayer volví a creer en él. A veces pienso que son mis abuelos, o alguien a quien le caí en gracia, pero lo cierto es que aparte de protegerme también se encarga de quitarme todo lo que de mi vida sobra. No tengo que hacer nada, solo esperar a que se cabree. Así fue como se fue mi tercer amor, por un cabreo de mi ángel, y con toda la razón.
Ayer también probé la cerveza, si cuenta meter el dedo y chuparlo, he tenido que venir hasta aquí y unirme a un grupo de españoles del hotel para perder mi cervecidad. No lo haré más, es asquerosa, y lo sabía.
El amor en Londres es igual que en cualquier lado, los que se quieren se quieren y los que no, sangran. Yo ya no sangro, se me gastó toda la última vez, y la que me queda decidí guardarla para quien se la merezca.
Una guagua, dos metros y tres calles después llegué a The Notting Hill Bookshop, me he sentado en su banco, he pegado la nariz en el escaparate y he pensado que solo soy una chica delante de una librería que quiere que la quiera, que sueña con tener un hueco en sus estanterías y que aprovecha el vaho de su respiración para dibujar como sería conseguirlo todo.

Día 4: Porque es mejor vivirlo que contarlo
Este viaje me ha recordado que se puede vivir 21 días en 4. Al despegar el avión he llorado un poco. Londres también lo ha hecho desde bien temprano. No se ha enfadado, dice que al estar en aguas internacionales puedo hacerlo. Que llore no significa que esté triste, tampoco contenta, solo dejo a mis lágrimas libres de tantas tonterías. 
Quizás volver a la realidad me asuste, a mi cama llena de incertidumbres, odio no saber qué pasará, odio al niño de al lado que no se duerme.
El aeropuerto de Gatwick es igual que el Corte Inglés hasta que te meten en un túnel pequeñísimo lleno de gente para subir al avión, ahí se convierte en una cámara de gas. En el techo hay conductos de aire que me han hecho pensar que los nazis se hubieran puesto las botas y luego me he acordado de todo lo que tengo que hacer esta semana. Así soy yo.
Justo antes de despegar el azafato ha alimentado más mi imaginación dejándome a cargo de su chaleco salvavidas y la mascarilla de oxígeno, después se han apagado las luces. Yo las he seguido viendo por culpa del síndrome de Stendhal que por lo visto es una enfermedad somática que te ocurre cuando ves algo muy bello según me cuenta mi amiga Irene. A mí me ha pasado tres veces en mi vida. La primera cuando estuve a medio metro de Luis Miguel, la segunda cuando cogí en brazos a Gabriel y la tercera ayer, en Hyde Park cuando buscando la casa de James Barrie me encontré con la inauguración del mercadillo navideño. Yo odio la Navidad pero eso es seguro porque no soy inglesa.
Después me he quedado dormida, he soñado y me he reído mientras lo hacía, y cuando abrí los ojos tres niños rubios apoyados en mi brazo me miraban, como si supieran quien soy.
Por fin quedan 25 minutos para que llegue. La gente se vuelve loca por ver lo que hay fuera. Yo prefiero cerrar los ojos e imaginarme con lo que de verdad quiero encontrarme cuando aterrice. La sonrisa de mi sobrino, el sol, mi ducha, tu olor y nuestras ganas de enredarnos.
Puertas y rampas. Bye, bye.

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